viernes, 11 de junio de 2021

Lactovirus - Capítulo I

      

Lactovirus - Capítulo I

Inoculado

Sinopsis: 
Después de que un chico de 16 años, se infecte accidentalmente con un extraño virus, las cosas empiezan a cambiar... y no sólo para él.

Estaba en mi cómodo sillón reclinable, ajeno a casi todo, excepto al libro que tenía en mis manos.  Estaba completamente absorto en la historia de Yo Robot de Isaac Asimov. De alguna manera, el hecho de que estuviera leyendo un viejo libro de tapa dura casi lo hacía sentir aún más emocionante, aunque nunca entendí realmente esa diferencia entre los libros de tapa dura y los de papel, sólo que era así.

Mientras pasaba la página, me ajusté distraídamente los lentes, que habían empezado a deslizarse por mi nariz.  Aproveché esta breve pausa en mi lectura para dar un sorbo a la taza de café caliente que estaba en el soporte junto a mi silla.  Café caliente, una silla cómoda y un buen libro.  Lo único que faltaba era un buen fuego caliente y la lluvia para ser un buen cliché.  Era una pena que no tuviéramos una chimenea y tampoco era temporada de lluvias.


Volví a prestar toda mi atención al libro, pero sólo conseguí pasar otra página antes de oír a mi padre llamándome por mi nombre.  Hice una pausa, preguntándome si debía responder o simplemente fingir que no le había oído.  Después de echar un vistazo a mi libro, me decidí por lo segundo.

Entonces mi padre entró en la sala de estar y dijo: — "Octavio, ¿no has oído que te llamaba?".

Pensé un poco cuando me llamó por mi nombre, preguntándome por qué él y mamá me lo habían puesto, aparte de porque también era el nombre de mi abuelo.  Dado que nuestro apellido era Zebadua, normalmente pedía a la gente que me llamara OZ.

— "¿Eras tú?" le pregunté a mi padre con una mirada de inocencia bien ensayada.  — "No te he oído".

Mi padre me miró con absurdo escepticismo, pero no se molestó en rebatir mi mentira.  Mi padre era abogado y estaba acostumbrado a que los clientes le mintieran, así que no se lo tomó como algo personal.  Creo que se sintió más ofendido por una pobre mentira que era fácilmente refutable que por el hecho de que le mintieran realmente.

— "Estaba a punto de ir a ver a la señora Cecilia", me dijo papá agradablemente.  — "Me preguntaba si querías acompañarme".

Dudé un momento antes de responder: — "Claro".

Puse cuidadosamente un marcador en mi libro y lo dejé a un lado, con ganas de terminarlo más tarde.  Luego me levanté lentamente y miré a mi padre, dándome cuenta de que ya debería haber adivinado que iba a ver a un cliente. Al fin y al cabo, llevaba un traje gris como el que solía llevar cuando salía a trabajar.

Mi padre y yo éramos más o menos de la misma estatura, siendo él apenas un centímetro más alto que mi metro ochenta.  Por supuesto, dado que tenía dieciséis años, aún podría crecer lo suficiente como para superarle en uno o dos años.  Esperaba a medias que fuera así y a medias esperaba que no lo fuera.  Estaría bien ser más alto que mi padre, pero ya era bastante larguirucho y temía que si crecía mucho más acabaría siendo comparado con un espantapájaros.

— "Entonces, ¿Cómo está la señora Cecilia?" le pregunté a mi padre con curiosidad.

La señora Cecilia era la única clienta de mi padre a la que conocía y, por alguna razón, le había caído bien.  Por eso, a mi padre le gustaba llevarme con él cuando iba a verla, pues decía que yo la ponía de buen humor y hacía que fuera más fácil tratar con ella.

— "Parece que le va bien", respondió papá encogiéndose de hombros.  — "Puedes preguntarle tú mismo cuando lleguemos".

Poco después, papá y yo estábamos en su coche haciendo el recorrido hasta la casa de la señora Cecilia.  Tardamos más de media hora en llegar, así que papá y yo hablamos mientras él conducía. La mayor parte del tiempo, le conté cómo había ido la escuela, mientras él asentía y fingía estar escuchando. Luego me hablaba del trabajo, o al menos de lo que podía contar sin violar la confidencialidad de los clientes, y yo asentía y fingía que le escuchaba. Ninguno de los dos se dejaba engañar por esta rutina, pero era cómoda y nos hacía sentir a los dos como si realmente estuviéramos pasando tiempo de calidad juntos.

— "¿Y cómo va el informe del libro?", me preguntó papá.

— "Muy bien", respondí, decidiendo no mencionar que el informe ese era tema de la semana pasada. Apenas había sido un problema, ya que nuestro profesor nos había pedido que hiciéramos el informe sobre la historia de Ray Bradbury Fahrenheit 451... que ya había leído por mi cuenta el año pasado.  "Sin embargo, tengo un proyecto de ciencias por delante".

— "Eso está bien", respondió papá con agrado. Estaba bastante seguro de que no había estado prestando atención hasta que añadió:  "Podrías pedirle algunas ideas a la señora Cecilia".

Asentí con la cabeza, sorprendido no sólo de que papá hubiera estado escuchando, sino de que no se me hubiera ocurrido a mí.  El difunto marido de la Sra. Cecilia había sido una especie de científico antes de morir el año pasado, y aunque ella se había encargado principalmente del aspecto comercial y económico de su trabajo, también había sido su asistente de laboratorio.

Cuando llegamos a la casa de la señora Cecilia y aparcamos, ya tenía ganas de hablar con ella y ver qué pensaba. Bajé del coche y miré su casa, aunque lo de "casa" puede ser un poco exagerado. En realidad vivía sola en una mini mansión, que solía compartir con su marido.  Con una sonrisa me dirigí a la puerta principal, preguntándome cómo podría sacar el tema.

La Sra. Cecilia abrió la puerta ella misma, lo cual no era sorprendente, ya que no creía en los sirvientes permanentes, sino en personas que venían una vez a la semana a limpiar.  Era una mujer moderadamente atractiva de unos cuarenta años, aunque demasiado sencilla y desaliñada como para ser considerada una MILF.  En ese momento, su pelo castaño, con algunas canas, estaba recogido en un moño y estaba en la puerta mirándonos a través de sus gafas.

— "Buenos días Carlos", saludó amablemente la señora Cecilia a mi padre.  Luego sonrió al verme y dijo: — "Veo que el pequeño OZ también ha venido".

Sonreí débilmente al oír eso, me gustaba que ella me llamara OZ como yo quería.  Mi madre y mi padre siempre insistieron en llamarme Octavio, y mi madre parecía ofendida porque no me gustaba que me llamaran como su padre.  Mi abuelo Tavo igual estaría molesto si supiera.

— "Muy buenos días Sra. Cecilia", la saludó papá amablemente.

La señora Cecilia se limitó a sonreír y respondió: — "Te dije que me llamaras Cecy.  Ahora entra y podemos repasar algo de ese papeleo..."

Mientras papá y la señora Cecilia hacían sus cosas, yo me dirigí a la biblioteca y eché un vistazo, como hacía cada vez que acompañaba a papá.  Elegí con cuidado un libro antiguo y sonreí, recordando la primera vez que había venido aquí.


Hace aproximadamente un año, papá me llevaba a casa desde el colegio, pero había surgido algo y había tenido que venir a hablar con la señora Cecilia sobre el testamento de su marido.  Le acompañé y, cuando vi la biblioteca, casi se me cae la baba de asombro.  No era tan grande como la biblioteca pública o incluso la del colegio, pero todos los libros estaban encuadernados y de alguna manera parecían más impresionantes.  Para un ratón de biblioteca como yo, esta biblioteca estaba a pocos pasos del cielo.  Cuando la señora Cecilia se dio cuenta de que me gustaba leer, me invitó a volver e incluso a pedir prestados algunos de los libros.

Pasé más de media hora mirando lentamente la selección en los estantes, tratando de decidir cuál podría querer leer a continuación.  Sentí curiosidad por un libro hasta que miré más de cerca y vi que era una primera edición firmada por el autor.  Me relamí ante eso y luego lo devolví con cuidado.  Ese era un libro que me encantaría leer, pero no iba a intentar sacarlo de esta casa... aunque la señora Cecilia me lo permitiera.  No quería ser responsable de él si pasaba algo.

No me había dado cuenta de que la señora Cecilia entraba en la biblioteca hasta que me preguntó: — "¿Y qué tal va La Máquina de Tiempo?", preguntándome por un libro de H. G. Wells que me había dado.

— "Va bastante bien", le dije con sinceridad.  "Pero un poco más lento de lo que esperaba. Llevo unas tres cuartas partes del camino".

— "Eso está bien", respondió la señora Cecilia, mirando algunos de los libros de la estantería mientras hablaba.  "¿Has pensado en lo que quieres leer a continuación?"

— "Un poco", admití encogiéndome de hombros.  Me ajusté las gafas y añadí: — "Aunque todavía no me he decidido".

— "¿Qué te parece El Silmarillion?" preguntó la señora Cecilia.  "Creo que un niño de tu edad podría disfrutar de ese...".

Negué con la cabeza y sonreí al recordar la historia.  "Lo leí hace unos meses".

La señora Cecilia sacó un libro de la estantería y preguntó:  "¿Qué tal algo de Jane Austen?".

Me estremecí ante eso.  No soy machista y puede que me gusten los libros clásicos, pero nunca había tenido ningún interés en leer algo de una mujer. Mis gustos iban más hacia la aventura y me gustaban especialmente las obras de Mark Twain, Julio Verne, Asimov o Tolkien.  "No, gracias".

Entonces la señora Cecilia miró el libro que tenía en la mano y preguntó:  "¿Qué tal éste?".  Sostuvo el libro para que yo pudiera ver que era un viejo ejemplar del Maravilloso Mago de Oz.

— "Ese es buenísimo", le dije a la Sra. Cecilia con una sonrisa, ya que tenía un cariño especial por ese libro debido a mi nombre elegido.  "Lo he leído tres veces. Pero no soy un gran fan de los libros posteriores".

— "Mi madre lo leía cuando era pequeña", dijo con un suspiro y luego sacudió la cabeza, pareciendo que hablaba más para sí misma que para mí.  "A veces echo de menos aquellos días, cuando era una niña con todo mi futuro por delante, sabiendo que mi madre se encargaría de todo..."  Observé en silencio cómo la señora Cecilia hojeaba el libro, mirando las ilustraciones y sonriendo débilmente. — "Solía desear tener mi propia hija para leerle esto y compartir la experiencia, pero lamentablemente, Javier y yo no pudimos tener hijos".

Me limité a asentir con la cabeza, sintiéndome un poco incómodo de que me hablara de cosas tan personales. Luego cerró suavemente el libro y lo guardó, aparentemente saliendo de esos pensamientos.

— "Me preguntaba", empecé, recordando lo que papá y yo habíamos hablado en el coche y aprovechando felizmente la oportunidad de cambiar de tema.  "Tengo que hacer un proyecto de ciencias para el colegio y esperaba que tuvieras una idea para algo interesante".

La señora Cecilia hizo una pausa con una mirada pensativa antes de reflexionar: — "Bueno, la verdad es que no se me ocurre nada.  Pero Javier tenía su laboratorio en el sótano, así que tal vez puedas inspirarte allí".

— "¿De verdad?" pregunté sorprendido.  "Gracias".

La señora Cecilia me condujo hasta una puerta muy robusta que estaba cerrada con una cerradura de combinación, similar a la de mi taquilla del gimnasio en la escuela.  Después de abrir la puerta, se disculpó:  "Sólo he estado aquí un par de veces desde que Javier falleció. Puede que le haya ayudado con su trabajo, pero este fue siempre su lugar".

— "Tendré cuidado", le dije, escuchando la advertencia tácita de no meterse con nada.

— "Gracias, OZ", dijo ella, encendiendo las luces y guiándome por las escaleras.

El sótano no era para nada lo que yo esperaba, ni como sótano ni como laboratorio. No era frío ni húmedo y ni siquiera parecía tan estéril. Por el contrario, parecía casi cálido y acogedor.


Una de las mitades del sótano se había habilitado como laboratorio, con suelos de madera que parecían bien cuidados y algunas alfombras.  Había cuatro mesas de madera adosadas a las paredes, que parecían muebles domésticos normales convertidos en este uso, en lugar de algo que normalmente se encuentra en un laboratorio. Las mesas estaban cubiertas con varios instrumentos y cosas que parecían pertenecer a un laboratorio, como microscopios y botellas llenas de líquidos de varios colores, pero un cuadro en la pared de perros jugando al póquer definitivamente rompía con la atmosfera.


La otra mitad del sótano tenía una alfombra muy grande y ligeramente desgastada que cubría la mayor parte del suelo de madera. Había un escritorio anticuado, un sillón reclinable de aspecto cómodo, una estantería llena de libros e incluso una lámpara de lava en la esquina. Después de echar un vistazo al sótano, tuve la impresión de que se trataba de una cueva para hombres que casualmente hacía las veces de laboratorio.

— "Javier solía pasar la mayor parte del tiempo aquí abajo", dijo la señora Cecilia con una ligera risa.  "A veces hacía venir a otros investigadores para que le ayudaran con algún proyecto, o al menos eso me dijo.  Siempre pensó que yo no sabía que realmente estaban aquí abajo jugando al póquer".  Luego resopló y añadió: — "Como si no hubiera podido oler el whisky y el humo de los puros en él después".

No pude resistirme a sonreír y pensar que su marido parecía un personaje. Por supuesto, el póster de Albert Einstein sacando la lengua también me habría dado una pista.

— "No es exactamente Frankenstein", reflexioné en voz alta mientras nos dirigíamos a la sección del laboratorio.

La señora Cecilia se rió.  "No del todo", admitió.  Luego, más seria, dijo:  "Pero Javier era extremadamente dedicado a sus propios intereses".  Ante mi mirada curiosa, explicó: — "Era Virólogo… alguien que desarrollaba vacunas y buscaba curas".

— "Eso es genial", dije, preguntándome si podría utilizar de algún modo algo así en mi proyecto escolar.  "De alguna manera, no creo que mi profesora aprecie que haga un proyecto de ciencias que implique virus... especialmente si tengo que traer algunos a la escuela".

— "Probablemente no", coincidió la señora Cecilia con una risa.  "Pero el verdadero interés de Javier no era curar virus. Si no tratar de hacerlos útiles".

Parpadeé ante eso y pregunté:  "¿Intentar hacerlos útiles? ¿Cómo puede ser útil un resfriado?".

— "Bueno", me dijo la señora Cecilia, pensativa. — "Javier pasó varios años intentando crear un virus que atacara las células cancerosas pero dejara tranquilas a las sanas".

— "¿¡Una cura para el cáncer!?" pregunté sorprendido.

La señora Cecilia asintió y sacudió la cabeza con tristeza.  "Javier estuvo a punto de conseguirlo, pero la empresa para la que trabajaba cerró su proyecto y confiscó todo su trabajo. Como lo había hecho como empleado, todo lo que hizo les pertenecía. Por desgracia, decidieron que ganaban más dinero vendiendo medicamentos para tratar el cáncer que curándolo".

— "Ouch", respondí, sin saber qué más podía decir a eso.

La idea de que podría haber existido una cura para el cáncer, pero que alguna empresa la detuvo, era absolutamente horrible. Sólo podía imaginar lo malo que habría sido para su marido que le quitaran ese trabajo antes de que pudiera terminarlo.

— "Javier cambió de empleo después de aquello", me dijo la señora Cecilia mientras se dirigía a la sección del laboratorio del sótano.  "Y después, mantuvo ese tipo de proyectos en secreto y sólo trabajó en ellos aquí en casa. Pasó casi dos décadas intentando crear un virus que mejorara la salud en lugar de perjudicarla".

— "Eso sería bastante genial", dije, pensando en coger un resfriado pero sentirse mejor en lugar de peor.

— "Para Javier ciertamente lo era", me dijo la señora Cecilia.  "Pensó que estaba cerca, pero no pudo conseguir que funcionara en ninguno de los animales de prueba. Sus sistemas inmunitarios lo rechazaban antes de que pudiera adaptarse". Javier incluso intentó experimentar con varias variantes, tratando de dirigir el virus para crear un único cambio biológico, pero tampoco funcionó". Hizo una pausa y sacudió la cabeza con tristeza antes de señalar los frascos de líquido que había sobre una mesa y añadir:  "Este era el trabajo de toda la vida de Javier y murió antes de poder terminarlo."


— "Lo siento", le dije sinceramente. Parecía una verdadera tragedia que su marido hubiera pasado tantos años trabajando en esto pero que nunca hubiera podido verlo terminado.

— "Bueno, esa es la historia", me dijo la señora Cecilia, y señalando el laboratorio me dijo:  "Siéntete libre de mirar alrededor, pero no toques nada". Señaló los recipientes de cristal que había sobre la mesa y añadió:  "Las muestras de virus de Javier nunca funcionaron y deberían haber muerto hace mucho tiempo, ya que las diseñó intencionadamente para que no duraran. Pero, de todas formas, es mejor no meterse con ellas".

— "De acuerdo", le dije a la señora Cecilia antes de que se diera la vuelta y saliera del sótano para volver con mi padre.

Una vez que la señora Cecilia se fue, me ajusté las gafas y luego comencé a recorrer lentamente el laboratorio, mirando absolutamente todo. No tenía ni idea de si algo de lo que había aquí me inspiraría para mi proyecto de ciencias, y en realidad ya no me importaba. Era interesante simplemente mirar estas cosas y saber que alguna vez las había utilizado un verdadero científico investigador. Me inspiraba más a escribir algo sobre su historia.

Algunos de los equipos parecían de alta tecnología y muy caros, y no tenía ni idea de lo que hacían la mayoría de ellos. Hubo una caja que me hizo dudar durante varios segundos hasta que me di cuenta de que era un horno microondas.

Cuando terminé de ver la zona del laboratorio, fui al otro lado del sótano, más por curiosidad que por otra cosa. Me senté en el sillón reclinable durante un minuto y pensé que sería un lugar estupendo para leer un libro. Incluso había una lámpara justo al lado, lo que sugería que probablemente se utilizaba para ese mismo fin.

Con eso en mente, fui a mirar la estantería de libros, aunque me decepcionó ver que todos eran libros técnicos relacionados con la biología y los virus. Ninguno de ellos era el tipo de libro que realmente me gustaba leer. Afortunadamente, había muchos de esos en la biblioteca de arriba.

— "Quizá debería pedirle prestado Frankenstein", reflexioné, pensando de repente en que debería empezar a leer más de escritoras y que sería un libro apropiado para leer ahora.

Entonces, mientras seguía husmeando, abrí un cajón del escritorio y me sorprendió y encantó lo que encontré. Había una pequeña pila de revistas sucias, lo que no hizo más que confirmar mis anteriores sospechas de que ésta era la cueva del hombre del Dr. Javier.

— "No está mal", reflexioné, mirando a la modelo con pechos muy grandes que decoraba la portada de una revista.

Hojeé varias de las revistas, sonriendo al hacerlo. Luego dudé un momento, preguntándome si debía llevármelas cuando me fuera. Al fin y al cabo, al Dr. Javier no le importaría. Por otra parte, eso también significaría tener que sacarlos a escondidas de la Sra. Cecilia y de mi padre. Con un suspiro, devolví las revistas al lugar donde las encontré.

— "Vuelvo a mi proyecto de ciencias", me dije a mí misma con firmeza, volviendo al laboratorio y mirándolo de nuevo. Todavía tenía que encontrar alguna idea de qué tipo de proyecto podía hacer y no tendría otra oportunidad como ésta.

A pesar de lo que me dijo la señora Cecilia, me puse a toquetear el microscopio y pronto empecé a coger cosas de las mesas para mirarlas más de cerca. Miré un par de vasos de precipitados vacíos e incluso una extraña máquina que parecía diseñada para contener tubos de ensayo en su interior. Por supuesto, no tenía ni idea de para qué servía ni la mitad de las otras cosas que había aquí.

En una mesa había una gran jarra de plástico que decía "agua estéril". La cogí y le quité el tapón, olfateando al principio con cautela. No olí nada raro y supuse que realmente era agua.

— "Con lo que he visto sobre este tipo", reflexioné, mirando hacia el otro extremo del sótano.  "No me habría sorprendido que hubiera escondido vodka aquí o algo así".

Estaba a punto de devolver la jarra a su sitio, pero se me resbaló de las manos y cayó al suelo, reventando y dejando agua por todas partes. Murmuré unas cuantas blasfemias y me agaché para recoger la jarra ahora medio vacía, sólo que mi pie resbaló en la mancha húmeda y salió disparado por debajo de mí. Por puro instinto, me agarré de lo más cercano para intentar recuperar el equilibrio, pero en lugar de eso, tiré accidentalmente todo conmigo.


Todo lo que había en la mesa se estrelló o en la mesa o contra el suelo a mi lado, incluidas varias botellas de cristal llenas de líquido. Se hicieron añicos, salpicando el líquido por todas partes, incluso sobre mí.

— "¡Mieeeeeeeeeerda!", exclamé largo y lento, con frustración y pena.

Me apresuré a ponerme de pie, pero en el proceso, mi mano atrapó uno de los fragmentos de vidrio del suelo y me corté.  Hice una mueca, me levanté y me miré la mano con preocupación. Estaba sangrando, aunque el corte no parecía demasiado grave. Sólo tenía unos dos centímetros de largo y no parecía ser muy profundo.

Por un momento, me quedé mirando mi mano y luego la mesa volcada, dándome cuenta de que esa era la mesa que la señora Cecilia había señalado como la que contenía las muestras de virus. Mis ojos se dirigieron a las botellas destrozadas en el suelo y tragué saliva al darme cuenta.

— "Estoy en un gran problema", exclamé.

No sólo había tocado las cosas después de que se me advirtiera específicamente que no lo hiciera, sino que además lo había desordenado todo. Pero, por supuesto, aún peor que eso era el hecho de que acababa de ser salpicado con botellas de lo que podría haber sido algún tipo de virus.

Inmediatamente me apresuré a subir las escaleras, donde encontré a la señora Cecilia y a mi padre hablando.  "He tenido un accidente", solté, agarrándome la mano y encogiéndome mientras ambos me miraban.  "Me resbalé y cuando intenté agarrar una mesa para no caer, se me cayó encima..."

— "Vaya", exclamó la señora Cecilia.

— "Creo que también fue la que me advertiste", le dije con una mueca.  "El de las muestras de virus...". Señalé las manchas de humedad en mi ropa.

— "¿Pero tu estás bien?", preguntó papá.  Luego miró a la señora Cecilia y preguntó: — "¿Qué muestras de virus?".

— "Algo en lo que Javier había estado trabajando", explicó la señora Cecilia, dirigiéndome una mirada ligeramente preocupada aunque no tanto como habría esperado.  "El virus ya debería estar completamente muerto, e incluso si no lo estuviera, no habría nada de qué preocuparse. No sólo era inofensivo, sino que Javier nunca había sido capaz de infectar a ninguno de los animales de prueba.  Sus sistemas inmunológicos lo combatieron antes de que pudiera arraigar".

— "¿Qué significa eso?" Pregunté nervioso.

— "Significa que deberías ir ducharte y ponerte ropa limpia", me dijo la señora Cecilia.  "No deberías por que preocuparte".

Dejé escapar un suspiro de alivio ante eso. Pocos minutos después, tenía una gran tirita en la mano y estaba en la ducha, restregándome la piel y asegurándome de que no me quedaba ningún rastro de esa cosa. Cuando terminé, la señora Cecilia me había dejado algo de ropa de su marido para que me la pusiera.

— "Ya estuvo que no me dejará volver a ver ese laboratorio", murmuré para mis adentros mientras me vestía.  "Tendré suerte si me confía siquiera en la biblioteca a partir de ahora".

Continuará...

3 comentarios:

  1. ¡Hoooola! uwu Espero les guste esta nueva historia y acompañen al joven OZ en sus próxima aventura, ya saben como son los primeros capítulos espero no se les haga pesado. ❤

    Tengo listos más capítulos de las demás historias pero iré publicando 1 o a lo mucho 2 entradas por día, no coman ansias.

    ¡Síganse cuidando y les mando un salúdote! ❤

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    1. Una historia sublime... Leí todas tus historias y debo admitir que está es la que guarde para el final y adelanto la disfrutaré, por cierto cuando continuas con el de tarjeta rosa

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